FORTALECER AL PERIODISMO

FORTALECER AL PERIODISMO
ACADEMIA DE PERIODISMO Y COMUNICACION SOCIAL

Banner PRI

viernes, 19 de noviembre de 2010

HAY AMANECERES... ¡AY, AMANECERES!
*
DEDICATORIA CORDIAL
Con manojos de esperanza fresca a todas las madres, aun sin hijos. A todos los hijos, aun sin madre. A todas. A todos.

PECHO TIERRA
Hay amaneceres en que uno quisiera no abrir los ojos, pese a la insistencia del sol. Desearía uno hacer caso omiso de sus malabares luminosos.

Hay amaneceres en que uno quisiera ser sordo. No oír, en esta temporada otoñal, la alharaca de las cotorras en los árboles cercanos. No escuchar las voces amotinadas en nuestro interior (¡Enmudezcan, apáguense todas!).

Hay mañanas, muchas mañanas, en los últimos tiempos cada vez más mañanas, en que uno quisiera no arrancarse jamás de la piel tibia de las sábanas. No despertar. Tener conciencia nomás de la inconsciencia del sueño.

Permanecer horizontal. Horizontal como un tronco a la deriva o a la buena de Dios. O a la mala de Satanás. Horizontal como un guión huérfano de texto, de contexto, de pretexto. Horizontal, escondido uno para siempre bajo las faldas de su habitación.

Hay días en que uno quisiera que todos los días, todo el día, fueran noches, para no tener que levantarse. Para no tener que sufrir la humillación de recobrar la verticalidad en casa y deambular por las calles pecho tierra.

Amaneceres hay… ¡Ay, amaneceres!... El de ayer fue uno de éstos.



LOS BUITRES
No hubo concierto matutino. Las aves canoras y las parlanchinas no acudieron a su cita con la naturaleza. Tomaron su lugar el soplete y el esmeril de la herrería aledaña.

El televisor, pajarraco de rapiña (no mata pero vuela más alto, más lejos y más rápido a costillas de los muertos), me fuerza a abrir los párpados. Me atraviesa la puntiaguda voz de una madre que reclama a los marinos la dejen acercarse al cadáver de su hijo, recién muerto por “tratar de evadir el retén”, según la Armada.

Los marinos le impiden el paso. La madre, con la herida borboteante de su cachorro en el pecho, abre fuego. Dispara una ráfaga de aullidos e imprecaciones contra los uniformados. Y contra quienes mandan a los uniformados. “¡Asesinos, mataron a mi bebé, mi único hijo, me acaban de arrancar la vida!”.
Para las madres, sin importar la catadura ni los años, somos sus hijos huéspedes indefensos, inocentes, vitalicios de su vientre. Víctor Manuel Chan, el bebé de esta madre tabasqueña, tenía veintiún años. Se dedicaba al comercio. En compañía de Ramón Pérez, de veintitrés, amigo suyo, trabajador de PEMEX, también asesinado, regresaba de una fiesta.

Pobres marinos. Pobrecitos miembros de la Armada. Las maldiciones de una madre son capaces de convertir selvas tropicales en desiertos, surcos fértiles en meras rajaduras a flor de piedra. Secan océanos y los dejan en calidad de llanto en grano.

A los rugidos sin recato de la leona se adhiere una pequeña multitud de improperios. Bufa la impotencia de los inermes ciudadanos. Blasfema la rabia contenida y se vuelve proyectiles. Y se torna escupitajos y hiel amarga en las comisuras de la fe. Y lágrimas coaguladas.

Los soldados reculan. Al cabo, la prudencia –o una orden superior, no sabemos- se imponen. Los marinos se alejan a bordo de sus vehículos camuflados.

De manera fugaz, no es la primera vez que nos sucede, entre las reverberaciones de tanta sangre derramada, creímos ver danzando el fantasma de la insurrección popular a la vuelta de la esquina, de la próxima infamia.

Y dentro de nosotros, el que hasta hace poco presumíamos lozano vivero de expectativas patrias, se plagó de bichos y de gusanos.